El amor había empezado así, sin que yo me diera
cuenta. Tenía alrededor de cinco años y vivía en uno de esos barrios del sur,
tan al sur que la Capital me parecía un espacio remoto y gigantesco. Un
monstruo enorme al que sólo podía acceder si no soltaba la mano de papá.
Entonces, tenía cinco años y, a pesar de ser una
nena, ya sabía cuáles eran mis colores: azulgrana el corazón.
Mi papá había manejado ese espacio inabarcable
todavía para mí desde nuestro departamento del sur hasta esa mole gigantesca
que se alza en el Bajo Flores. El cielo se colmaba de nubes trágicas.
Era una nena con pantalón pollera y remera fucsia,
pero todavía hoy, más de veinte años después, recuerdo la sensación de subir
esos últimos escalones de la popular y quedarme sin aire al ver la inmensidad verde,
las luces del estadio, la multitud. Esa visión que, todavía hoy, más de veinte
años después, me sigue llenando el corazón de latidos rápidos.
El cielo se empezó a desmoronar sobre nosotros. Mi
viejo, probablemente cumpliendo una promesa hecha a mi mamá (“cuidá a la nena”),
me tapaba como podía con su remera verde y me enseñaba las canciones, algunas
de las cuales todavía suenan en nuestra querida popular.
El partido nunca sucedió. Recuerdo ver entre el
tumulto a un árbitro bajo un paraguas negro, fatídico, anunciar la suspensión.
Nos subimos al auto y recuerdo sacarme la remera y
estrujarla como a un trapito. El agua caía sobre la alfombra. Volvimos a
recorrer esa enorme distancia y llegamos, todavía empapados, a nuestro lejano
sur.
Debo haber sentido, ese día, cierta desilusión. Pero
cuando reviso la anécdota desde acá, no la recuerdo. El destino estaba para mí
sellado: era amor del bueno. Del que dura para siempre.
Fueron pasando los años. La mocosita de cinco fue
creciendo, pero el gran amor seguía ahí. El ritual del vaso de gaseosa y el
vaso de whisky cuando lo mirábamos desde casa. Los esfuerzos por llevarme
aunque sea una o dos veces por año a la cancha, aunque viviéramos tan lejos y a
mi vieja le diera miedo. Las camisetas. Las banderas.
Pasaron también los campeonatos, las copas. En una
casa de Gerli, un verano, lloré con una definición por penales, sola, mientras
mi abuela y mi prima me miraban sin entender.
No hay en estos casi veintiséis años un momento en el
que San Lorenzo no haya estado presente. Ni siquiera la adolescencia nos
separó. Combiné mis remeras de Marilyn Manson con la mochila azulgrana sin
ningún pudor. Salí cada fin de semana y siempre estuve ahí para la hora del
partido. Con mi vaso de gaseosa. Y mi viejo al lado. Gritábamos –gritamos-
mucho los dos. Discutíamos, nos enojábamos. Nada que un gol no pudiera
solucionar.
Fui haciéndome más grande. Necesitaba estar ahí, con
mi gente. En mi casa. Alentando a esos once tipos. No importan sus nombres, sino
que visten los colores sagrados. Mi viejo, ya más grande y cansado por la
realidad de este país que no te da nada, cada vez cruzaba menos la distancia
que une al sur con el Nuevo Gasómetro. Mi lugar en el mundo.
Entonces apareció ella. Un amigo que me agenda como “Vicky
Sanloré” me presenta, en un bar muy al sur, entre cerveza y rock, a una chica
con los ojos más expresivos que vi en mi vida. “Porque es de San Lorenzo, como
vos”, me dijo. Así fue que, al poco tiempo, nos encontrábamos sentadas en las
escalinatas del Abasto y entre un café y un té, nos contamos rápidamente
nuestras vidas. Partimos en el 101 a tierra santa ya siendo hermanas. Ella es
mi compañera. La que me deja apretarle la mano cuando los nervios apremian y ya
no hay cigarrillo que aguante. Con ella he llorado abrazada cuando el gran San
Lorenzo de los Milagros se escapó de las garras del descenso. Con ella vuelvo
fin de semana tras fin de semana a esa popular tan hermosa y tan colmada de
gente a la que el corazón le late como a nosotras.
Así, fin de semana tras fin de semana, cruzo esa
distancia que ya no me resulta tan abrumadora desde mi sur querido hasta donde
está el gran amor de mi vida. El ritual de la gaseosa fue intercambiado por una
llamada después de cada partido, donde mi viejo me sigue enseñando sobre fútbol,
pero también me escucha porque “algo aprendí en todos estos años”.
Y sí, algo aprendí: a querer estos colores como a
nada, sin límites ni condiciones. Porque San Lorenzo es así, una elección de
vida. Un amor eterno.