La cosa es así, yo me sentaba, ponía las manos sobre el teclado y las palabras fluían. Escribía todo lo que se me venía a la cabeza y, de vez en cuando, lo que se me venía al corazón.
Porque yo siempre sentí más con la cabeza que con el corazón -es que el corazón no existe, es sólo ese músculo que bombea sangre-.
Pero no.
Ahora no. Ni la cabeza ni el corazón -suponiendo que esté ahí, en el medio del pecho, para algo más que para bombear sangre- quieren dictar alguna mínima palabra. Es muy difícil estar tan muda, tan silenciosa, tan ausente de todo.
Veo las cosas que (me) pasan como por la ventanilla del tren.
Sí, esa soy yo,
definitivamente. La que se pone nerviosa y se fuma diez cigarrillos en un ratito,
soy yo. La que no sabe cómo hablar, cómo decir. La que tiene que intentar relacionarse con la gente. La que quiere relacionarse con la gente
y capaz, de vez en cuando, no sentirse tan sola.
Soy yo esa. Soy yo la que abajo de la lluvia se sorprende de no ser tan única ni tan diferente y te da un beso esperando que signifique un poco más que un beso y que mi cabeza y mi corazón -acá ya estoy casi segura de que sirve para algo más que para bombear sangre- me permitan a mí también significarme algo más que
lluvia + beso + olvido.
Me siento en el colectivo. Me senté ayer en el colectivo, antes de ayer también. Antes de ayer era toda ansiedad, ayer toda pregunta.
Hoy ya soy casi desilusión. Mis preguntas se quedan calladas, ¿sabés? Se quedan calladas porque vos tenés que adivinarlas y, para colmo de males, también saber la respuesta.
Sí, ya sé. Espero demasiado de los seres humanos. Que lleguen temprano, que me quieran
-reptil y todo-, que me vean y, por sobre todas las cosas, que respondan mis preguntas. Justamente esas que no me animo a hacer.