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-¡ME IMPORTA UNA MIERDA LO QUE SIENTAS AHORA!- gritó y estrelló el teléfono contra la pared. Se deslizó hacia el piso, y una vez allí, reclinó su cabeza contra la pared y cerró los ojos. Con las manos temblorosas prendió un cigarrillo y entre el humo, largó también las lágrimas que no iba a llorar.
Una noche más en la que él confesaba no ser digno de su amor. Y ella, cansada, desgastada, asqueada de toda la hipocresía del llanto, elegía gritar y patalear y romper unos cuantos platos, unos cuantos vasos, dar portazos, y seguir gritando, hasta que los oídos de ese hombre lleno de podredumbre desbordaran de su voz y finalmente, la verdad le chorreara por la cara y entendiera, por favor, que entendiera que estar así a ella la mataba, la destruía, la rompía en pedacitos.